viernes, 27 de junio de 2008

Deportado, Segunda Parte

DEPORTADO (Segunda Parte)
Escrito original de Daniel Joya

Nota: Le agradezco a Daniel Joya, su gentileza y confianza por permitirme publicar sus escritos; esta es la segunda parte de "Deportado". Para facilitar su publicación, "Deportado" se posteará en capítulos. El correo de Daniel es danjoyas@yahoo.com.



III
Salió del aeropuerto impactado por el mar de gente arremolinada en el área de espera. Viajar de Norte a Sur toma unas cuantas horas, que se multiplican en semanas y meses si se va en dirección contraria. Antes que palpitar de emoción, el corazón de José estaba severamente triste. Ausente por más de una década, ahora volvía a la tierra que lo parió, no como lo esperaba en sus planes previos; es decir, con pompa y cortejo de familiares y amigos, sino forzado al retorno, expulsado por la migra, semiderrotado, cargando con la vergüenza de haber pasado entre miles de ojos curiosos; unos con mirada lastimera y otros rellenos de desprecio ante su crimen de desafiar las leyes migratorias del coloso Yanqui.

Humillado por su suerte, fue visto escurrirse del aeropuerto de Comalapa con la bolsita de nylon que lo diferencia del resto de viajeros regulares. Le faltaban las tres o cuatro maletas del visitante, dado a gastar dos a cuatro semanas y unos cuantos miles de dólares turisteando en su madre patria. Este no era el típico viajero lleno de cadenas de oro, ropa de marca, reloj Citizen, hablando spanglish, con dólares en su cartera y algo de arrogancia marcando diferencias con sus coterráneos. A él ni los limosneros de la salida se atrevieron a solicitarle contribución; quizás compadecidos de su circunstancia, de haber tenido, bien le habrían dado un par de dólares para el camino.

No era en ese día el único deportado sin récord criminal, pero por su edad madura frunciéndole el ceño y las marcas de la guerra en una de sus cejas, cualquiera diría que se trataba de un tipo violento, fichado en tres o cuatro estados de la unión americana. Era fácil imaginar tatuajes bajo sus ropas y que en razón de su record delictivo los gringos decidieron purgarle del sistema. Nada más lejos de la realidad de su caso. Fue en otra fecha de abril, durante una emboscada de Viernes Santo en la Carretera Panamericana que casi pierde la vida cuando una esquirla de granada le marcó en la lista de los lisiados a perpetuidad. Ahora, el legado de lo que constituyó su más heroica hazaña debía ser escondido para no confundirse con los mensajes tatuados en la piel de los gang’s members.

No le dolía tanto venir deportado, como el hecho de volver en similares circunstancias que los pandilleros de la MS (Mara Salvatrucha). Mareros reconocidos por su afición al crimen, responsables de aterrorizar a Centroamérica, partes de México y los centros urbanos con mayor concentración latina en los Estados Unidos. Aunque mucho se especula sobre el asunto, no se conoce a ciencia cierta la manera eficaz de contener la expansión de este síndrome mortífero entre la niñez Centroamericana. La derecha oficializada explota el tema como recurso electorero, mientras los organismos de derechos humanos se ahogan proponiendo medidas blandas poco funcionales en la realidad Salvadoreña, ¿y la izquierda?, bien gracias; sin propuestas que comprometan su caudal de voto duro. Por ahora no hay expertos ni formulas alquimias que devuelvan la tranquilidad ciudadana; faltan respuestas efectivas y sobra el crimen por doquier.

Ante la saturación de sus cárceles con miembros de las tradicionales gangs en blancos y negro, más la presencia de miembros de la Mara 18 y Mara Salvatrucha, el gobierno Estadounidense creó un fast track deportation, proceso acelerado para librarse de esa plaga que consume buena parte del presupuesto correccional. Pasaron por alto los estrategas en crime prevention & law enforcement que esos desajustados sociales van hacia países donde cuentan con estructuras de sustentación bastante desarrolladas y amplio espacio social para accionar. De ahí que la medida resuene en El Salvador robusteciendo las filas de pandillas locales y su poder de incidencia. Al final, esta clase de deportados y sus discípulos son los mismos que regresando al otro lado del Río Bravo fundaron en su camino embriones de verdaderas redes delincuenciales, que asaltan, viola y matan a sus propios compatriotas emigrando sobre trenes de carga.

Esposado y en camiseta desfiló por todo el aeropuerto Dulles, de Virginia, caminando entre cientos de pasajeros, con dos agentes de inmigración que lo custodiaron hasta la cola del airbus. Regresaba limpio, ligado al sobre Manila que los indicados agentes entregaron a la aerolínea.

José miraba a su alrededor, leyendo en los viajeros emociones que no cabiendo en
el pecho afloraban en los rostros en forma de sonrisa. Nuestro personaje era quizás el único insatisfecho de estar de vuelta y renegando de su suerte. Cabizbajo para no identificar a los portadores de las miradas de conmiseración y repudio, se le hicieron largas e interminables las horas desde su llegada al avión hasta la salida de la terminal de Comalapa. Más que coartado en su derecho de locomoción por las esposas que una vez cruzado el cerrojo, parecían apretar cada vez más fuerte, adolorido por la marcas rosadas en sus muñecas, se movía desafiando nudos de pensamientos mordaces y emociones adversas, provocándosele un sabor amargo que retorcía sus intestinos. La misma sensación que le torturó tantas veces durante los combates contra la guerrilla y se le repitió el día la masacre en la casita, era precisamente el preámbulo de posteriores convulsiones que le imposibilitaron muchas veces ir a trabajar. Hoy estaba de regreso en un país que dejó de ser suyo y no le era conveniente pasar por tal condición. Sin embargo, contra cualquiera de sus protestas, lo quisiese o no, le conviniese o perjudicara, para su gusto o desagrado, no importando su cuota de remesas, vino purgado por las leyes migratorias y a nadie parecía importarle su estado preconvulsivo.


La deportación nunca fue factor considerado en la emigración del hombre. Se instaló, con planes de quedarse, en esa tierra bendita que jamás abrió sus brazos para recibirle. Nunca tuvo plan “b”, el de las diule o por si las moscas, así que hoy se hallaba confundido e inseguro sobre lo que debía hacer de ahí en adelante; volver a los Estados Unidos implicaba una nueva odisea, mucho más difícil y onerosa que la primera, luego debía reasentarse, de ahí tratar de moverse invisible para las autoridades, y al final verse forzado a trabajar clandestino bajo la sombrilla de su propia compañía o buscar un nuevo empleo. Le parecía duro romper con la costumbre de ser su propio patrón, resubordinarse y tragarse que otro chingado le mandara. Temía repetir desagradables experiencias en las que no pudo resistirse al acoso de supervisores. Comenzando por el hindú que por verle chaparrito y buluco le tocó las nalgas, luego el chino que le llamaba a buen cinco para asegurarse que llegaría temprano y el último foreman que se atrevió a gritarle mientras sudaba a chorros finishando un patio de concreto. Al primero le recetó la trompada que le hizo conocer las cárceles y cortes gringas, el segundo se quedó con el ultimo cheque después de la putiada en español anunciando renuncia, pero fue el último, el de mejor suerte, que se tragó un puñado de mezcla de arena y cemento al tiempo que José le mantenía reducido bajo dos piezas de two by four.

Poniendo su dignidad en primer plano y para evitar bregar de nuevo con situaciones semejantes a los tres conflictos laborales antes relatados, decidió un día lanzarse a la búsqueda de pequeños proyectos y subcontratos. Precisamente allí residía el imput de su compañía; no subestimar ningún trabajo, así pareciese insignificante. Fueron ocho meses haciendo de tripas chorizo que al final del día valieron la pena para establecer su compañía.

En tanto se adentraba en la reflexión, el desconcierto le invadía; seguir residiendo en la vieja dirección o moverse de estado seria otra decisión estratégica que desestabilizaría la vida de todos en casa. Hiciese lo que hiciese, cambiarse de cancha, adoptar costumbres diferentes, hacerse de otros amigos, el relajo de la mudanza, caras y nombres nuevos y la desconfianza hacia los vecinos se sumaban a los retos por enfrentar. Opciones como usar su identidad real o inventarse una, conseguir documentos chuecos, cambiar de look y el continuo temor a volver a ser deportado desde ya le agregaban estrés. De otra parte, resignarse con el presente permaneciendo en su tierra de origen demandaba hacer labor de convencimiento con la familia, talvez negociar ejerciendo presión emocional para que le siguieran su mujer e hijos ya súper acostumbrados a la vida en los United States. Aun si los suyos aceptasen la propuesta, la idea de repatriación insistía en presentarle el problema medular. Y es que en su afán por prepararse para la inserción en la sociedad gringa descuidó contar con un proyecto alternativo en la tierra donde botó su ombligo. Trabajó duro desde el segundo día en que pisó suelo yanqui, volviéndose una combinación de sádico contra sí mismo, desgarrador de su cuerpo en la búsqueda del dólar y masoquista de primera línea, que se satisfacía regresando a casa muerto de cansancio para levantarse muy temprano a repetir la rutina.


Cuanto más dólar ganó, más se enredó en el consumismo del medio. Nunca pasó por su mente la idea de ahorrar en su país porque consideró preferible esperar hasta el retiro y conformarse con la modesta pensión del Social Security. Por otra parte, tenía la esperanza que una vez despreocupado de los quehaceres de la construcción su condición psico-somática sería superada, que terminarían los desmayos repentinos, los remordimientos de conciencia, las mañanas de neurosis injustificada y las noches de ansiedad nostálgica, que a lo mejor entonces olvidaría el olor penetrante de los cadáveres que, para no dejar huella, quemaron en la casa de la mortandad.

IV
Salió del aeropuerto impactado por el mar de gente arremolinada en el área de espera. Antes que palpitar de emoción, el corazón de José estaba severamente triste. Esposado y en camiseta desfiló por todo el aeropuerto Dulles, de Virginia, lamentando que a pesar de los años viviendo en el Norte nunca se acercó a lugares famosos.


Debido al trabajo no tuvo tiempo ni voluntad de conocer Niagara Falls, Disney World, the Grand Canyon, museos en Philadelphia, casinos en Las Vegas y otros sitios que algunos de sus amigos decían haber visitado. En su adicción al trabajo, invertía en la chamba no cuarenta, sino sesenta o más horas de la semana, no dejándose espacio para compartir con sus cuatro hijos, conocerlos como amigos, llevarlos al parque, saborear juntos un helado de vainilla ni ver con ellos el Cartoon Network. Su niño pequeño, el secaleche de la familia, nunca aprendió español y por mantenerse siempre entre cuatro paredes su piel se volvió extra-frágil, tanto que simples picaduras de mosquitos lo mandaban derecho al hospital. De la orientación a sus hijos restantes, ni hablar, para no sentirse un fiasco con su precario papel de padre. El varoncito de en medio, preadolescente, aspirante a pervertido, con la pared del cuarto llena de posters al desnudo y señales satánicas. Este precoz en asuntos pícaros, pero durito tratándose de matemáticas, ciencias y lectura, fue amenazado con expulsión de la escuela si no paraba de masturbarse a la salida de los baños de niñas. Amy, la única hembra de su cosecha, era toda una pécora, conocidísima por sus revolcadas con medio centenar del student body de su high school. Para acabar de remachar la bronca, un día que regresó temprano del trabajo encontró a todos sus hijos, menos al último, fumando mota en el parque próximo a la casa.


En el esmero del hombre por proveer para las necesidades y lujos materiales de la casa se dedicó a sacar hasta la ultima gota laboral a cada día; madrugaba al trabajo, dejando a su mujer anhelando orgasmos y regresaba al caer la noche, súper-desfallecido, sin más ánimos que cenar, hacer las llamadas de rigor para organizar los trabajos del siguiente día, y de ahí relajarse por media hora frente a la tele. Luego, bañarse y buscar la cama; literalmente a dormir, sin importar que su frustrada mujer alcanzara la media noche mirando las novelas de UNIVISION. Ella, quien nunca botó el olor a monte, con su hablar puramente campechano, al oírle proponer el regreso a la madre tierra seguramente se pondría histérica, quebraría cosas, lo insultaría, lloraría a mares y juraría que ese día nunca llegará, que no está en su corazón retornar a esa tierra ingrata, lugar de malos recuerdos; donde nació pobre, creció con limitaciones y sin perspectivas de mejora, se casó con el cuarto hombre que rozó su himen y casi muere de hambre con el sueldo de su marido soldado.

- “Primero muerta que regresar; una patria así no amerita lealtad”, pregonaba sin inmutarse.
Aceptó contra sí mismo su culpabilidad por omisión; por procurar dólares desperdició oportunidades con los suyos, los relegó a piezas movientes de la casa, adornos y propiedad que hoy por hoy extrañaba. No disfrutó el crecer diario de sus hijos ni las veces que su mujer se maquilló esperándole con propuestas sugestivas de velada. Se esfumaron en blanco los días cuando sus niños necesitaron asistencia con la tarea y la conversación oportuna cuando su hija tuvo su primera menstruación. De poder retroceder las horas balancearía el trabajo con el tiempo cualitativo que los suyos en rebeldía demandaban.

Ebrio de ganas de trabajar, la mayor parte de la vida de José se resumía de lunes a viernes en los subcontratos de la Clark, una de las más grandes compañías de construcción del área metropolitana de Washington. El resto de su existencia devoraba los fines de semana colaborando con Raúl su amigo del alma, quien conocía como aprovechar las habilidades del paisano en proyectos de remodelación. El sábado, por cierto único día en que regresaba a casa antes de las ocho de la noche, contrario a compartir con los suyos, ordenaba se asaran veinte libras de carne de res para acompañar las cervezas, al lado de su grupo de amigos de confianza, incluido Raúl, su uña y carne. No faltó más de alguno que le vomitara la alfombra de la sala y otro que buscara bochinche después de la docena de Coronas. Hubo un compatriota, que creyéndole fondeado tocó las nalgas a la esposa del anfitrión.

- Sirvo las boquitas no porque esté ofreciendo el fundillo, semejante hijo de la gran..., contraatacó verbalmente la mujer.
- Es que con esas curvas y yo sin frenos... replicó el abusivo.
- A mi mujer se le respeta tal por cual, gritó en su bolencia nuestro personaje.
- Entonces que tu peperecha no me provoque mostrándome media pechuga y los cortes del bikini, ni que tampoco me ponga las tetas en el lomo para insolentarme, prosiguió el tipo.
En un par de minutos la celebración se tornó beligerante, armándose tremenda trifulca que solamente pudo ser disuelta por tres patrullas de policía. Todos los adultos presentes, exceptuando la prima (de la que nos referiremos luego), fueron esposados y llevados en la perrera. Pasado el incidente y bajo los efectos de la goma moral, el hombre se comprometió consigo mismo y luego juró a su familia no volver a traer más bolos al hogar. La mujer, por su parte, aceptó que no estaba bien sonreír con sana coquetería a cualquier intoxicado de alcohol. Dió además su palabra de usar siempre sostén y ropa no tan ajustada que despertara la malicia en invitados potenciales. Ambos, como era costumbre, incumplieron la respectiva promesa en las siguientes dos semanas.

Se preguntaba porque nadie puso paro a su abuso del alcohol, renegando de la clase de ejemplo que dio a los suyos. La música de banda amenizando las reuniones y las conversaciones joviales, llamando a cada cosa sin eufemismos formaron a sus niños en el caló más actualizado de la construcción. El padre tomaba sin reparos frente a la curiosidad de sus hijos. Eran noches de sábado largas para la familia. Había que desvelarse hasta la madrugada, aguantando las barrabasadas discutidas por los borrachos. Entre otras, el recuerdo de la casa masacrada se redescribía en la platica de la media noche. Había veces que el hombre terminaba con los ojos hechos agua, maldiciendo sus años de servicio militar, en otras aceptaba lo ocurrido como efectos normales del conflicto, y de cuando en vez, se ponía tenso, tembloroso, presa del mareo y colapsaba sin cerrar oficialmente la celebración. Los médicos sugerían que se trataba de un raro síndrome que con el stress movía al desmayo. El padecimiento no era mortal, pero se recomendaba cuidado de que el hombre no perdiera el conocimiento sobre algo que lo lesionara. Dispensando los inconvenientes, para evitarle que decidiera emborracharse fuera de las faldas del hogar, nunca se le prohibieron las parrandas en la casa.

No por percepción sobre el interés superior del menor, si acaso por resquicios de pudor, la madre decidió que sus hijos no deberían estar demasiado expuestos a la tertulia sabatina, así que les compró computadora, juegos electrónicos, películas en DVD, CDs y esparcimientos virtuales que los mantendrían aislados de ese contagioso medio. Mientras, el padre departía, el hijo penúltimo encerrado en su cuarto disfrutaba de la oferta erótica en sitios virtuales para adultos, habiéndose inventado una identidad de veintitrés años para registrarse en lugares no aptos para su edad. La dedicación e ingenio del cipote le llevaron a descubrir antes de alcanzar la adolescencia que el SIDA es un mito inventado por los puritanos para privar al joven de los placeres naturales de la carne, que amor con una pizca de sadismo hace del acto intimo un momento memorable, acelerando y profundizando la eyaculación; que los genitales al igual que los músculos, cuanto más se ejercitan, tanto más se desarrollan; que tamaño sin técnica insatisfacen igual que la eyaculacion precoz. Navegó noches enteras en el mundo del los webcam, conoció que la marihuana no produce sobredosis, elaboró su propio listado de contactos de sexo casual seguro en su zipcode, bajó música pirateada, se conectó con hackers en Hon-Kong, mandó miles de correos sensuales a sus compañeritas de clase, por último arruinó el disco duro de su PC intentando reenviar un virus que recibió.

Mientras el susodicho menor se empapaba de basura virtual, la hija chateaba con enamorados de myspace. Así, la chica conoció a sus últimos cuatro novios; el peludo con tatuaje en el órgano viril, el señor de cuarenta con experiencia en estilos exóticos de hacer el amor, el musculoso que al pasar del clímax le confesó poseer tendencias bisexuales, y el novio de hoy, de lunar cubriendo tres cuartos de sus testículos. Todos ellos tenían en común la devoción por sus camanances y cada uno degustó en su momento la punta de sus pezones. Lo mejor era que también gracias a la Internet pudo aprender sobre técnicas de sexo oral, afrodisíacos, maneras de interrumpir la menstruación y ante todo, descubrió la píldora del día después, alternativa útil que la sacó de varios apuros...


continuará...

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