domingo, 29 de junio de 2008

Deportado (Tercera Parte)

DEPORTADO (Tercera Parte)
Escrito original de Daniel Joya. El correo de Daniel es danjoyas@yahoo.com.

V
Salió del aeropuerto impactado por el mar de gente arremolinada en el área de
espera. Antes que palpitar de emoción, el corazón de José estaba severamente
resquebrajado. Se preguntaba porqué nadie puso paro a su abuso del alcohol, renegando
de la clase de ejemplo que dio a los suyos. Extrañaba el hogar por el que tanto luchó en la
vida, hoy a miles de millas de distancia y que era solo otro hogar normal, ordinariamente
normal; normalísimo al colmo de aburrir. Hasta entonces pudo darse cuenta que algo
faltaba en su casa para darle llenura. Mas que los muebles y el televisor pantalla gigante,
o el stereo con home thearer sonando a todo mecate, o los vehículos altivamente
expuestos en su driveway, o los colores, adornos, y pinturas de la sala, su morada
reclamaba cuotas de vida, calor doméstico, una que otra bromita tonta rompiendo la
monotonía, muestras de afecto, compartir en familia; todas esas cositas insignificantes
que acumulan retazos de felicidad.
José como muchos de los emigrados se enorgullecía de su aposento,
materialmente envidiable, pero falto de encanto; obra artística en constante renovación
que se dio el lujo de adquirir antes de su construcción y la que mas adelante modificó,
adornó, le mezcló colores, y amuebló de acuerdo a ejemplos tomados en cada open house
que se atravesó en su ruta. No obstante la fineza en el gusto, su morada, en sentido
estricto, venia a ser un conjunto imperfectamente ligado de seres, momentos y objetos;
solo la presencia del hombre conectaba aquel hogar hispano de familia extensa, incluidos
los abuelos que en los meses del verano venían desde el El Salvador. Ni los cuentos de
camino real de los viejitos podían rellenar el vacío existente, ni romper con la tediosa
rutina enquistada entre drywal y siding. Más que las paredes, la familia entera se condenó
a la falta de cambios. Todos parecían nacidos para levantarse en la mañana, arreglarse,
salir al trabajo o la escuela, llegar de regreso, chatear y llamar por teléfono, comer antes
de lavarse los dientes, pegarse por un rato al televisor, acostarse y volverse a levantar
para seguir consumiendo el tiempo hasta que la muerte o el destino impusieran alguna
variante. En ese cobijo de casi extraños nada parecía excitante transcurriendo los días
fastidiosamente largos, con todos afanados en repetir las mismas prácticas. Eran días
secos que acontecían sin detenerse a reelaborar la existencia, ni darle nueva dinámica a
las relaciones intrafamiliares.

La felicidad en el hogar, el bienestar de su familia, la compañía de remodeling,
que venia a constituir la vertiente del patrimonio familiar, pero ante todo los hijos; únicos
por los que la pareja decía luchar resumían la causa de la desmedida dedicación al
trabajo. A pesar de los esfuerzos enrumbados en una sola dirección, el hogar; ese nudo de
inmigrantes protegidos bajo el mismo techo incorporaba más individualidad que sentido
de familia. De no ser por los lazos sanguíneos y la figura patriarcal no se encontraría
entre ellos otro punto vinculante. Fuera de compartir la cocina, los muebles de la sala,
trastos y cubiertos, baños y servicios sanitarios, cada uno vivía su propia vida, se movía
conforme a su agenda personal y decidía lo que le venia en gana. Fue precisamente el no
tener reglas rígidas la regla implícita en la casa. Para no quedarse burlado por su falta de
mando, el hombre se jactaba públicamente de ser un padre proveedor y tener la última
palabra en los asuntos de la familia, más con un par de copas raspando su hígado el tipo
reconocía ante Raúl, su amigo íntimo, carecer de la hombría necesaria para recuperar la
autoridad de progenitor y marido.

Jose, padre y cabeza de familia, descuidó el rol ganado el mismo día en que con
su mujer y descendencia se dispusieron a la aventura de separarse temporalmente para
luego reencontrarse al otro lado del Río Bravo. Unos veinte años atrás, a finales de los
80s cruzó al Norte sin papeles, ignorando el idioma, endeudando al alma pero abierto a
que el destino le permitiese devengar cuanto fuese útil para el porvenir de los suyos. Su
prioridad de entonces era emigrar a los que quedaban pendientes de expatriación.
Después de tres semanas de travesía llegó a Los Ángeles, California, colmado de
ilusiones y proyectos, prometiéndose que sus hijos existentes y no-nacidos jamás pasarían
por penas monetarias parecidas a las suyas. Quería darles todo lo materialmente necesario
para que no surcaran en las penurias y privaciones que permearon su infancia. Los soñaba
creciendo robustos, bilingües o poliglotas, highly gifted, graduándose de doctores,
abogados, ingenieros o de perdidas que tomaran eventualmente las riendas de su empresa.
A consecuencia de haber decidido abandonar la patria el hombre ahora ganaba
buen dinero mediante su trabajo en la construcción, sus jugosos ingresos le permitían
darse el lujo de poseer una casa grande y bonita, tres vehículos, muebles finos, closets
vomitando ropa de marca, un master bedroom con jacuzzi incluido, bar en el basement y
el televisor de treinta pulgadas en la sala principal. Lo tendría todo de no ser por dos
cosas que aún no superaba; la primera venia a ser su ingles tarzaneado con el que,
cometiendo errores garrafales de gramática, se comunicaba eficientemente de tú a tú con
los clientes no latinos. El segundo motivo que le robaba neuronas era su sueño de volver
a la tierra donde abrió por primera vez los ojos, comprase un terrenito en zona fértil, y
hacerse de un hato de ganado, docenas de cerdos y cientos de gallinas indias. Quería estar
de vuelta en su cantón para morir de viejo, que su velación ocurriese ahí por octubre,
época propicia para devolver al creador su hálito de vida, agonizar acostado en una
hamaca de pita bajo el corredor de su casa, entre el olor a yerbas de escobilla y cuatro
palos de amate mecidos por la brisa del iniciante verano. Medio afogonado por las
cervezas, siempre comentaba de su casita al pie de la loma; es decir, la choza de
bahareque donde creció, los palos de mango liso en el patio de la casa, el zacate jaragua
donde pastaba el par de vacas lecheras que por cierto vendió para emigrar a su esposa e
hijo mayor. Añoraba volver a bañarse con los colores difusos del amanecer campirano,
pasar entre la milpa con matas de tres mazorcas y un jilote, revivir a sus nietos las
historias de sus cuatro años sirviendo en el ejercito y deleitarse con el aroma de las
quesadillas de arroz.
Al sentir como las ironías de la vida le colocaban de regreso en circunstancias
fuera de su control, cuatro gruesas y saladas lagrimas le rodaron por el pegue de la nariz
hasta confundirse con la humedad de sus labios. Todo era distinto a lo pre-aprehendido.
Lejos de cómo lo evocó una y cien veces, la realidad de su suelo patrio se le presentaba
riñendo con la vieja descripción que todavía conservaba; definitivamente su país se
extralimitó en cambios exageradamente. Le faltaba moverse por la ciudad pero de
antemano respiraba esa sensación de saberse extraño en su propia tierra, desajustado en
su medio social, por el que sin medir las consecuencias de su entrega estuvo dispuesto a
ofrendar la vida mientras fue soldado (Sub-Sargento, para aclarar) y en el que todos
parecían olvidar acerca de su proeza. Esa no era la forma de recibir a un veterano de la
institución castrense, héroe de la pasada guerra civil, que combatió fiero defendiendo a su
gente del comunismo; un titán que en su nueva misión de hermano lejano contribuía al
envío de los dos o más billones de dólares en remesas anuales, sin las que su país se
moriría de hambre.

No sabiendo como reaccionar ante el nuevo diseño del viejo escenario, entre
molesto por los cambios y entristecido por su tragedia, solo notaba que algo andaba mal,
sin entender si ese medio no le ajustaba o era su persona la que ya no cabía. De nuevo le
llegó la sintomatología que por infinidad de días le venia aquejando; comenzó a sudar a
chorros mientras su fornido cuerpo tendía a temblar con un frío fúnebre que le afligió.
Sentía los pies flojos, un vacío en la boca del estomago y sabor amargo en el paladar. Por
un instante se transportó al rancho de sus remordimientos, miró la sonrisa maquiavélica
del Teniente, el cuello cortado y vaciando sabia de vida en uno de los niños, el comal
colgado chispeado de sangre, la chinchorra rota al centro, la cama de cordel tapados por
un viejo petate a un lado de la puerta, el cántaro quebrado sobre el tapesco y el chorro de
agua salida de este. El oficial recargó el M-16 y disparó los treinta cartuchos de la ráfaga
contra los cuerpos ya de por si aniquilados. Hasta los perros de los alrededores dejaron de
aullar para dejarle otra vez desplomarse sin pedir la venia del oficial al mando.


VI
Salió del aeropuerto impactado por el mar de gente arremolinada en el área de
espera. Ausente por más de una década, ahora volvía a la tierra que lo parió, no como lo
esperaba en sus planes previos. Siguió caminando entre la masa humana como
escondiéndose de caras conocidas, pues le avergonzaba su condición de deportado;
deseaba salir cuanto antes de ese entorno turbio a que lo forzó el destino, para evadir
frases o comentarios que pudieran herirle.
Ya afuera, quiso tomar control del terreno. Se paró justo al centro de la acera,
sofocado por la fuerte corriente de aire caliente que, habiéndole esperado por todos esos
años de alejamiento, le salió al encuentro con violenta bofetada. La temperatura del
ambiente era insoportable; el cuerpo parecía deshacérsele en agua; extrañaba el aire
acondicionado de su casa y las cervezas heladas que nunca faltaban en su refrigerador.
Añoraba también la familia y sus peculiaridades, la bulla de los hijos argumentando a
buena mañana y el camisón rosado, transparente y terso de su mujer viniendo despeinada
a servirle el café. Como lo dijeran algunos de sus empleados, la vieja todavía tenía sus
esquinitas buenas y motivaba un par de rounds. El saber que su esposa era codiciada le
mataba de celos, pero a la vez llenaba su ego; tener una mujer apetecible le enorgullecía.
No fueron fáciles aquellas semanas en la cárcel. Su vigor desmejoró en tanto
estuvo preso, sintiéndose debilitado por la inapetencia; desgano que se profundizó al
presenciar las medidas poco higiénicas al preparar la comida. Agobiado por su tos de
perro, chorriazón de mocos, escalofríos, acides estomacal y diarrea continua, con los
ánimos por el suelo, apaleado por el destino y la salud cada día más jodida en alguna de
las noches consideró suicidarse. No se mató para no dejar a los suyos las cargas del
sepelio. Al final, siguiendo vivo seria probable reasentarse eventualmente en el seno de la
familia.
Tosía, con una tos seca que raspaba su garganta. Presentía que su temperatura
rebasaba los treinta y nueve grados, que perdió al menos veinte libras de gordura, que las
ojeras le crecieron buscando escuchar alguna respuesta al nuevo reto. Pensar en su esposa
revivía un área de su ser que por algún tiempo colocó en segundo plano; le remordía no
haber hecho el amor a su mujer las veces que estaba seguro le provocó y el se hizo el
suizo. Ahora sufría la falta de su media naranja, enfermo y a la vez excitado, atacado por
dolencias y el clima adverso intentando superar sus deseos viriles. Ni en los dos meses de
cárcel, previas a la deportación sintió tanto calor, como en la cárcel, un calor espantoso
que solo ignoraba al caer absorto, extrañando a su familia, principalmente las piernas
cheles y torneadas de su esposa, madre de todos sus hijos, por la que ahora suspiraba cual
nunca antes. Rosa su mujer conocía como atenderle cuando el raro mal reaparecía. Eran
su medicina toallitas mojadas, agua de orégano, tylenols, hielo bajo la almohada, palabras
de aliento, caricias peinando sobre su cabeza, en tanto reposaba al centro de aquellos
bustos.
Más allá de su cuestionada vida sexual, contaba con un lumbo de esposa; vieja y
buenota, salvaje en la cama y trabajadora, muy trabajadora. Rosa era una mujer de garra,
a la que aprendió a respetarle su independencia. Sumisa, introvertida, penosa y hogareña
mientras vivieron en El Salvador, y a estas alturas tornada liberal, lujosa, feminista y
coqueta. Ella llegó a Maryland cinco años después que él, tras tres meses y medio de
estadía temporal en México. Se rumoraba que en el camino se enredó con uno de los
coyotes encargados del grupo y fingiendo que el paso al otro lado estaba difícil, se quedó
en Matamoros por tres períodos menstruales. Un día reflexionó sobre su desatino,
decidiendo levar anclas para encontrarse con el angustiado esposo que al otro lado la
seguía esperando. El esposo supuso todas las revolcadas de su mujer en los hoteles del
otro lado, más nunca tuvo valor de reclamarle para no arriesgar la estabilidad del hogar.
Siendo honestos; hablando a calzón quitado, se la dejó pasar porque la amaba y porque él
también tuvo su amorío con una Chapina con la que convivió por dos años hasta que lo
abandonó por un querido de pelo en pecho. Los resultados de aquel idilio: quince mil
dólares perdidos, mejor dicho guardados a nombre de la amante en una cuenta de ahorros
en un banco de Guatemala más las lágrimas por un hijo abortado voluntariamente en el
cuarto mes de gestación y los respectivos gastos del tratamiento. Desde entonces
aprendió que las relaciones extramaritales no son solo dispendiosas, sino que también
duelen al fondo del alma. No quedó convidado a repetir la hazaña.
Rosa, decía el enamorado esposo, era diferente a todas las otras mujeres; con un
altísimo grado de moral, nacida para estar al lado suyo y morir con él. Lo que el hombre
ignoraba era que su hoy católica y devota compañera de vida a sus cuarenta y dos todavía
se daba ciertos deslices ocasionales con jóvenes dos décadas menores. Pécora, pero muy
discreta, tanto para guardar su reputación, como por respeto al marido. Superado el
incidente en México, él jamás dudó de su honorabilidad, ni tuvo asomo de sus amores
clandestino durante la dejó en El Salvador. Seis amantes simultáneos, muy bien
alimentados con los dólares enviados por el marido, rumores entre los vecinos, dos
abortos fallidos y uno provocado quedaron enterrados con el viaje de la ejemplar esposa
hacia los Estados Unidos.

Pero como a cada quien lo que sea de cada cual, para satisfacción del hombre, la
vieja era un burro para trabajar; madrugaba a la Dry Clean de los Coreanos y regresaba
cuando el sol se había marchitado, con doce o más horas apuntadas en su récord de
trabajo. Ocupaba los sábados para limpiar y arreglar la casa, lavar, planchar y comprar la
comida; luego, los domingos en la misa de las once, después paseando en shoppings
tomada de la mano del esposo o seguida por algún amigo, y al final del día preparando el
lunch del lunes. Durante la semana empleaba las tres horas previas a la media noche para
cocinar la comida del día siguiente, hacer tortillas y disfrutar las novelas de UNIVISION.
Para ocultar sus escapaditas a la discoteca, uno que otro fin de semana decía ir a dormir
donde su hermana Dora, con cuya complicidad guardaba vestidos extravagantes,
maquillajes y teléfonos de amigos a los que llamaba para desenfrenarse entre música,
baile sensual, mojitos cubanos, manoseos de desconocidos y adulterio ocasional.
Uno de los incidentes poco grato en la vida de la pareja que no pudo encubrirse
entre el circulo de amistades y familiares, fue cuando su mujer conoció (en sentido
bíblico) al peruano de ojos amarillos; un bato de esos que hablan bonito, vestía Pierre
Cardín y chaqueta de cuero y quién sorprendiéndola con la labia de un vendedor
ambulante aunada a la fortaleza viril de todo un semental, la convenció de fugarse en
viernes por la noche. Segura que era tiempo de sustituir al desgastado marido por el
hombre de su destino llamó al esposo para plantearle que en vista de su carencia de
tiempo hacia ella, dados los afanes del trabajo, prefería instalarse en otro nido y
emprender el vuelo con este vigoroso gorrión frente a cuya figura no necesitaba
afrodisíacos.

No pudieron disuadirla las lágrimas, los ruegos, ni el desfile de llamadas al celular
de padre e hijos suplicándole no dejarles. La mujer prosiguió con firmeza en su decisión
de darse la oportunidad de su vida. Y como ningún noviazgo es eterno, pasada la
embriaguez erótica, una noche al regresar del trabajo con flores para su amante, Rosa
encontró que la esposa del Romeo había vuelto del largo viaje a la costa peruana. Mes y
medio le duró la ilusión, teniendo que llamar al esposo. Llorosa y cándida le planteó
haberlo pensado, que era injusto castigar a los hijos con semejante exabrupto, así que no
por él ni ella, sino en aras de la unidad familiar, estaba considerando volver al hogar,
siempre y cuando él prometiera no reprocharle sobre éste particular incidente en
eventuales desavenencias. Sería por amor, por bruto o por la conveniencia de criar juntos
a la prole, el asunto es que terminaron con el marido pidiendo perdón y suplicándole que
regresara de inmediato. Así repitió la historia de volver a retomar su rol en casa, altiva y
campante, sin dar señales de arrepentimiento.

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